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Asdrubal Caner

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Escritor y Poeta

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es temprano,siga leyendo

lunes, 19 de marzo de 2007

LA AMARGA LECCIÓN DE COLOMBIA Y CUBA

Insistir e insistir en las veredas del fracaso, sólo puede ser una consecuencia de la insensatez humana. O la arrogancia y la soberbia. O ambas juntas, construyendo lenta y silenciosamente, el camino de la debacle social. ¡Oh, la sublime, la supina ignorancia!
En los últimos cincuenta años, cuando en los organismos internacionales se habla de América Latina, son comunes los conceptos de décadas perdidas, políticas fracasadas, crisis financieras, modelos fracasados, inestabilidad monetaria, escasa inversión e invención, etc., etc.
¿Cómo es posible que un mercado de más de 400 millones de personas y desesperadas por trabajar y consumir, no logre estabilizar un modelo de desarrollo económico sostenible y socialmente solidario?

¿Qué nos enseñan Colombia y Cuba, por ejemplo?
Enseñan dos cosas esenciales, para quienes quieren emprender los caminos de la estabilidad económica y social: el modelo oligárquico-familiar de Colombia y el modelo comunista de Cuba, no traen ni riqueza familiar, ni desarrollo económico-social, ni esperanzas.

Uno es la madre de la desigualdad extrema, la violencia social y las guerrillas; el otro, de la miseria in extremis, con represión, terror, fusilamientos, asesinatos políticos y toda la barbarie del festín orweliano.
¿Hay, pues, algún otro camino para América Latina? Si. El camino de la democracia, la libertad individual, la economía de mercado y la solidaridad social.

Alguien pudiera decir que esas son palabras muy bonitas: hemos tenido economía capitalista y “democracia” durante los últimos doscientos años y no hemos logrado economía y sociedades verdaderamente sostenibles. Y es verdad. Pero no es toda la verdad: ha faltado la solidaridad social y ha sobrado el más abyecto egoísmo, además de no haber existido una real democracia.
Alguien también pudiera “oler” en estas palabras algún tufo comunistoide, pero no. No hablo del fraudulento cinismo de la “igualdad” comunista. Hablo de la solidaridad social de la modernidad, que se ejerce en la mayoría de los países europeos y Canadá. Y no tengo nada en contra del egoísmo personal razonable que impulsa a las más grandes proezas del hombre.

Pongo el caso de Colombia, pero, no es que tenga una particular delectación por la situación colombiana: la miseria, la desigualdad y la violencia pueden tener otros apellidos. Pueden ser, por ejemplo, mexicanas, guatemaltecas, ecuatorianas, venezolanas, bolivianas, peruanas, dominicanas, etc. Es un mismo modelo. Un modelo no sólo económico sino político y social. Una mezcla de la estrechez y el furibundo egoísmo del negocio familiar español con la subordinación a la voracidad sin fronteras de las grandes corporaciones transnacionales. Pero Colombia es la continuidad de la violencia, un Macondo con más de ciento cincuenta años de soledad que aún no termina, y por eso le cito.
Un modelo en el cual hay un único perdedor: todo un país y su pueblo. Y un único ganador: la oligarquía y las corporaciones transfronterizas. (Si alguien ve alguna semejanza con el significado cubano de la palabra “fronterizo”, no es pura coincidencia)

En pareja medida marcha el modelo de dominación política de nuestras naciones: todo está en función de la buena marcha de il negocio oligárquico-transnacional. Paz en la tierra y en el cielo gloria.
Pero, nada, la gente se cansa, pierde la compostura y se lanza a las más ridículas y peregrinas creencias. Es aquí cuando aparecen los “Mesías” del alboroto revolucionario, llámense, Fidel, Che, Chávez, Marcos o Evo. El discurso incendiario y populista en bandolera, el gatillo muy alegre y la más supina ignorancia a guisa de manual o Biblia de cabecera. Y comienza la profunda espiral de la debacle, una solitaria y larga marcha a través de las escarpadas montañas del fracaso: es el nacimiento de los Estados Perdidos (EP) o Naciones Fracasadas (NF), cuya lista se agranda cada día más en África, el Medio Oriente y América Latina.

Pobreza, terrorismo, desastre ecológico, guerras entre culturas, inestabilidad política, inseguridad financiera: son tantos los problemas del mundo, que nadie le hace caso si uno de estos Mesías impostores se lanza al abismo y arrastra tras de sí a su propio pueblo. Nadie moverá un dedo. De vez en cuando, alguna protesta muy comedida y diplomática, contra alguna violación de derechos humanos. Nadie quiere ser blanco de las ofensas y vulgaridades de la incontinencia verbal de estos pestilentes sátrapas al estilo de Fidel Castro o Chávez.

A América Latina hay que reinventarla. Pero no con “Revoluciones” sino con un modelo sabio, optimista y creíble, basado en la economía de mercado con solidaridad social y una democracia realmente popular.
Hablo de una economía de mercado que propicie la riqueza y el bienestar de toda la sociedad, aunque esto no signifique un bienestar igualitario para todos sus miembros, sino, en correspondencia con la libertad económica y las posibilidades de cada cual.
Una economía de mercado que sea capaz de poner en función de la sociedad, a la inversión nacional y extranjera y, un Estado que garantice una sabia redistribución de la riqueza creada: eso es lo que necesitamos. Para ser creíble, el desarrollo y la riqueza, tienen que tocar en alguna medida, a todos los segmentos poblacionales. Ni el egoísmo extremo ni la distribución igualitaria lo podrán lograr.

Lo único que pueden generar las llamadas “revoluciones”, utopía sangrienta de la izquierda radical, son la globalización de la pobreza, una larga estela de asesinatos políticos, el terror generalizado y un abrupto regreso a los tiempos medievales. Una revolución, al estilo de la castrista o la chavista, jamás generará riquezas, factibilidad económica o justicia social, y mucho menos gobiernos democráticos. Si en 1792 Arango y Parreño comenzó su “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medio de fomentarla” con estas amargas palabras: “Nada es tan falible y equívoco, como las esperanzas humanas”, ciento sesenta y nueve años después apareció un “Mesías” que ha convertido la Isla en una prisión-laberinto, desnutrida y sin la más falible o equivoca esperanza. Para locos charlatanes y arrogantes siempre habrá un desenfrenado Minotauro.

Por otra parte, no es tampoco el regreso a la economía liberal la que puede cubrir las necesidades básicas del hombre moderno. La concepción liberal considera a la economía de mercado como un mecanismo capaz por sí solo de redistribuir la riqueza social. Pero no ha sido así: las leyes del mercado trabajan al azar, redistribuyendo la riqueza de una forma desproporcionadamente desigual y, por consiguiente, generando riquezas y pobrezas extremas, empleos y desempleos, justicias e injusticias, inestabilidad financiera y crisis, paz y violencias. No estamos en 1762. Hay que crear un Estado económicamente factible y socialmente responsable de cada uno de sus ciudadanos. Si, de cada uno de sus ciudadanos.

En una economía globalizada y cada vez más interdependiente, no son sólo las fuerzas productivas nacionales las que determinan el bienestar social. Hay muchas fuerzas exógenas que no tienen como prioridad esencial los intereses nacionales de un estado. Sus prioridades son las ganancias y riquezas para sus accionistas y sus países respectivos. En tal sentido, una comedida y estudiada intervención estatal sería bienvenida por cada uno de los ciudadanos de nuestras naciones, después de cientos de años de frustración y descontento.


(Publicado originalmente en el periódico de Canadá “Nueva Prensa Libre”)

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